¿…podemos decir que el animal nos mira? ¿Qué animal? El otro.
A menudo me pregunto, para ver, quién soy; y quién soy en el momento en que, sorprendido desnudo, en silencio, por la mirada de un animal, por ejemplo, los ojos de un gato, tengo dificultad, sí, dificultad en superar una incomodidad.
¿Por qué esta dificultad?
Tengo dificultad en reprimir un movimiento de pudor. Dificultad en silenciar en mí una protesta contra la indecencia. Contra lo malsonante que puede resultar encontrarse desnudo, con el sexo expuesto, «en cueros» delante de un gato que nos mira sin moverse, sólo para ver. Lo malsonante de cierto animal desnudo delante del otro animal, a partir de ahí, se podría decir una especie de «animalsonancia: la experiencia originaria, única e incomparable de lo malsonante que resultaría aparecer realmente desnudo, ante la mirada insistente del animal, una mirada benevolente o sin piedad, asombrada o agradecida. Una mirada de vidente, de visionario o de ciego extra-lúcido. Es como si yo sintiera vergüenza, entonces, desnudo delante del gato, pero también sintiera vergüenza de tener vergüenza. Reflexión de la vergüenza, espejo de una vergüenza vergonzosa de sí misma, de una vergüenza a la vez especular, injustificable e inconfesable. En el centro óptico de una reflexión así se encontraría el asunto; y, según yo lo veo, el foco central de esta experiencia incomparable que denominamos la desnudez. Y de la que se cree que es lo propio del hombre, es decir, ajena a los animales, desnudos como están –se piensa entonces-, sin la menor conciencia de estarlo.
¿Vergüenza de qué y desnudo ante quién? ¿Por qué dejarse invadir por la vergüenza? ¿Y por qué esta vergüenza que se sonroja por sentir vergüenza? Sobre todo, tendría que precisar, si el gato me observa desnudo de frente, cara a cara, y si estoy desnudo frente a los ojos del gato que me mira de pies a cabeza, yo diría, sólo para ver, sin privarse de hundir su vista, para ver, con vistas a ver, en dirección del sexo. Para ver, sin ir a verlo, sin tocarlo todavía y sin morderlo, aunque esta amenaza siga estando en el filo de los labios o en la punta de la lengua. Ocurre aquí algo que no debería tener lugar; como todo lo que ocurre, en definitiva, un lapsus, una caída, un desfallecimiento, una falta, un síntoma (y síntoma, como sabéis, significa también la caída: el caso, el acontecimiento desafortunado, la coincidencia, el vencimiento, la malasombra). Es como si, en el momento, yo hubiera dicho o fuera a decir lo prohibido, algo que no se debería decir. Como si de un síntoma confesase lo inconfesable y que, como suele decirse, hubiera querido morderme la lengua.
¿ Vergüenza de qué y ante quién? Vergüenza de estar desnudo como un animal. Se cree generalmente […] que lo propio de los animales, y lo que los distingue en última instancia del hombre, es estar desnudos sin saberlo. Por consiguiente, no estar desnudos, no tener el conocimiento de su desnudez, la conciencia del bien y del mal, en definitiva.
A partir de ahí, desnudos sin saberlo, los animales no estarían en realidad desnudos.
No estarían desnudos porque están desnudos. En principio, a excepción del hombre, ningún animal ha pensado nunca en vestirse. El vestido sería lo propio del hombre, uno de los «propios» del hombre. El «vestirse» sería inseparable de todas las demás figuras de lo «propio» del hombre, incluso si se habla menos de esto último que de la palabra o de la razón, del logos, de la historia, de la risa, del duelo, de la sepultura, del don, etc. (La lista de los «propios» del hombre forma siempre una configuración, desde el primer instante. Por esta misma razón, no se limita nunca a un solo rasgo y no está nunca cerrada: por estructura, la lista puede imantar un número no finito de otros conceptos, empezando por el concepto de concepto.)
El animal, por consiguiente, no está desnudo porque está desnudo. No tiene el sentimiento de su desnudez. No hay desnudez «en la naturaleza». No hay más que el sentimiento, el afecto, la experiencia (consciente o inconsciente) de existir en la desnudez. Porque está desnudo, sin existir en la desnudez, el animal no se siente ni se ve desnudo. y, por lo tanto, no está desnudo. Al menos así se piensa. Con el hombre ocurriría lo contrario, y el vestido responde a una técnica. Tendríamos, pues, que pensar juntos, como un mismo «tema», el pudor y la técnica. Y el mal y la historia, y el trabajo y tantas otras cosas que van asociadas con aquél. El hombre sería el único en haberse inventado un vestido para esconder su sexo. Sólo sería hombre al tornarse capaz de desnudez, esto es, púdico, al saberse púdico porque ya no está desnudo. Y saberse sería saberse púdico. Suele creerse que el animal, desnudo porque no tiene conciencia de estar desnudo, seguiría siendo ajeno tanto al pudor como al impudor. Y al saber de sí que se inicia con ello.
¿Qué es el pudor si no se puede ser púdico más que permaneciendo impúdico y recíprocamente? El hombre ya no estaría nunca desnudo porque tiene el sentido de la desnudez, esto es, el pudor o la vergüenza. El animal estaría en la no-desnudez porque está desnudo, y el hombre estaría en la desnudez allí donde ya no está desnudo. Ésta es una diferencia, un tiempo o un contratiempo entre dos desnudeces sin desnudez. Este contratiempo sólo está empezando a darnos quebraderos de cabeza acerca de la ciencia del bien y del mal.
Ante el gato que me mira desnudo, ¿tendría yo vergüenza como un animal que ya no tiene sentido de su desnudez? ¿O al contrario tendría vergüenza como un hombre que conserva el sentido de la desnudez? ¿Quién soy yo entonces? ¿Quién soy? ¿A quién preguntarle si no al otro? ¿Quizás al propio gato? […]
El animal está ahí antes que yo, ahí a mi lado, ahí delante de mí –de mí, que estoy si(gui)endo tras él–. Y así pues, también, puesto que está antes que yo, helo aquí detrás de mí. Me rodea. Y desde este ser-ahí-delante-de-mí se puede dejar mirar, sin duda, pero -la filosofía lo olvida quizás, ella sería incluso este olvido calculado– él también puede mirarme. Tiene su punto de vista sobre mío. El punto de vista del otro absoluto y esta alteridad absoluta del vecino o del prójimo nunca me habrá dado tanto que pensar como en los momentos en que me veo desnudo bajo la mirada de un gato.
Jacques Derrida
El animal que luego estoy si(gui)endo [2006],
Madrid, Trotta, 2008, pp.17-20 y 26.